jueves, 4 de octubre de 2007




La narración oral, un oficio de juglares

La narración oral, un recurso que ha atrapado al hombre desde los albores de la humanidad, ha tomado en los últimos años un auge inusitado. ¿Cuáles serán los motivos de este fenómeno? ¿Se han agotado los recursos de la cultura audiovisual? ¿Surge como oposición a la cultura cuya transmisión es preponderantemente escrita? ¿Es una posibilidad de revivir situaciones primarias de comunicación, que conllevan un vínculo afectivo más estrecho? ¿Poner en práctica una forma de intercambio económica y que aproveche los recursos de que la sociedad dispone desde siempre: la palabra, la memoria, la tradición?
Podrían surgir muchos más interrogantes cuyas respuestas fueran el desarrollo de distintas teorizaciones. Es más, desde cada ciencia: la antropología, la sociología, la historia, la sociolingüística, la literatura, la comunicación, la economía, podría hacerse un recorte del problema. Lo cierto es que cada día la necesidad de comunicarse con los demás a través narración oral, surge como una inquietud. No sólo desde lo institucional: planteos curriculares, proyectos bibliotecológicos, en el ámbito oficial y privado, clubes de narradores, profesionales de la narración oral formados en el teatro o en instituciones que forman narradores, que se vinculan a través de talleres, conferencias y grupos de estudio.
Si dejamos de lado los planteos anteriores y hacemos un poco de historia, de pequeña historia personal, tal vez podamos esbozar una respuesta. ¿Cuál es el momento más entrañable que asoma a nuestro recuerdo cuando viajamos con la memoria a nuestra infancia? Sin lugar a dudas aquel en el que nuestros padres y abuelos nos contaban cuentos, nos cantaban canciones nos enseñaban poesías, en la mayoría de los casos aprendidas en su propia infancia de labios de sus padres, abuelos o tíos.
Tal vez no recordemos completas las historias, pero si recordaremos la situación: los ojitos de la abuela detrás de sus anteojos, el perfume de lavanda de sus ropas, sus manos arrugadas, curtidas por el tiempo y el ambiente de cuento que nos hacía ver con los ojos de la imaginación, del pensamiento, aún lo no dicho. Tal vez nunca nadie nos dijo en esas tardes de cuento que el vestido de cenicienta era azul, pero nuestros ojos del alma, así lo vieron y ¡quién puede negar que fuera así!.
Frente a situaciones de crisis, la humanidad desarrolla mecanismos para salvarse. Durante la dictadura militar en nuestro país surgieron las propuestas literarias más interesantes, en la clandestinidad, en y desde el exilio, en cartas furtivas, talleres ocultos, corriendo de mano en mano y de boca en boca, la mejor literatura para niños que haya podido dar nuestra sociedad se gestó cuando parecía que todo estaba perdido. Los libros de Laura Devetach, prohibidos por decreto de la Junta Militar, corrieron como reguero de pólvora entre maestros y bibliotecarios audaces, sin acuerdos, sólo porque todos tenían la misma necesidad, mantuvieron viva la cultura que es el bien más preciado que un grupo humano pueda tener, porque sólo la cultura y la lengua, que permite su transmisión, pueden dar origen a un pueblo.
Hace muchos siglos, San Isidoro de Sevilla dijo:”De las lenguas nacen los pueblos y no de los pueblos las lenguas.”
Cada contador de historias comprometido con su realidad y su tiempo es un foco de resistencia cultural. Contar cuentos no solucionará los grandes problemas que padece la sociedad pero puede permitir una mirada diferente que nos permita vislumbrar una esperanza.
Quienes eligen como profesión o compromiso social contar historias son los juglares de nuestro tiempo, que como los juglares medievales, llevan noticias, arrancan sonrisas, recrean significados y a veces ponen en jaque a los poderosos.

Liliana Benítez.
Abuelas y abuelos Cuentacuentos de la Biblioteca Euforión

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